Viejo Hotel Ostende
Un buque en el mar, o un oasis en el desierto
Los hoteles siempre han sido espacios privilegiados dentro del imaginario literario. Lugares de paso con la neutralidad necesaria para que la ficción se despliegue a sus anchas. De hecho, un hotel ya es en sí mismo una ficción. Un mundo autónomo donde se trafica la experiencia, un contrato de ceremonias privadas y rituales conjuntos, una máquina de producir simulacros de vida al mismo tiempo que la deja suspendida. Edgardo Cozarinsky en su extraordinario Los libros y la calle apunta: “Me gustan las paredes desnudas de un cuarto de hotel porque suspenden por un tiempo limitado la vida cotidiana, dejan volar la imaginación, permiten fantasear con una identidad alternativa”. Pero el vínculo entre literatura y hoteles es bidireccional. Se da tanto al interior de los textos como fuera de ellos. Hay hoteles que fueron escenarios de grandes relatos, del mismo modo que también existen narraciones que nada tienen que ver con la vida hotelera y sin embargo fueron concebidas en una habitación de hotel. Los primeros engendran ficciones que conforman un subgénero de relatos “de ambiente” donde se intenta recrear la atmósfera y la rutina de un recinto determinado. La dirección inversa es la de los autores enclaustrados en hoteles escribiendo sus obras. Ambos casos son suficientes para que un hotel de pronto adquiera una dimensión aurática que lo distingue del resto.
Este verano pude hospedarme por primera vez en el Viejo Hotel Ostende. Si bien ya había ido muchas veces de visita, a encontrarme con amigos en el bar o al borde de la pileta custodiada de tupida vegetación, nunca había podido sentir el privilegio de ese aire de “entre nos” concedido solo a los huéspedes. La historia sucinta del Viejo Ostende es por lo menos curiosa. Nace en 1913 junto con el balneario que le da nombre, un proyecto de dos belgas con intenciones de hacer una ciudad gemela a la de su país de origen que desde ya quedó trunco. La piedra basal fue este edificio que por entonces se llamaba Hotel Termas Ostende y, aunque con retoques del reciclaje, hoy se mantiene prácticamente intacto en la intersección de las calles de arena llamadas sugerentemente Biarritz y El Cairo. En la actualidad el Viejo Ostende alberga una biblioteca de cierta calidad y en él se realizan eventos relacionados con la literatura -antes de mi llegada se celebró una nueva edición de La noche de las ideas y el día de mi partida Daniel Guebel presentaba El hijo judío, su último libro -. Pero ya en la primera mitad del siglo pasado se había granjeado con creces la fama de “hotel literario”.




Antoine de Saint-Exupéry, autor de El principito, pasó dos veranos en la habitación 51 del Ostende y según se dice en un papel con membrete del hotel escribió Vuelo nocturno. Un chico del personal me guía hasta la 51, que justo está casi pegada a mi habitación. La 51 hoy funciona como un pequeño museo de una sola sala en donde reposa intacta la cama de hierro de una plaza donde dormía el escritor. La habitación está decorada con recortes de periódicos de la época, dando cuenta de los aterrizajes de Saint-Exupéry en el balneario a bordo de su propia avioneta; una vieja valija de cuero, recreando el artificio de que el escritor todavía está ahí, de paso; vasijas para el aseo, dibujos y ediciones de El principito en diferentes idiomas. El chico del personal abre la puerta y se apoya relajado en la baranda del balcón esperando el fin de esta visita improvisada. Mientras mi novia saca fotos, el chico me aclara que la habitación está exactamente igual salvo por el sistema de cañerías agregado años después. Y añade, como si de pronto lo recordara y fuese imperioso decirlo, que en realidad todas las habitaciones antiguas del hotel se mantienen prácticamente idénticas. Me quedo parado en el centro del cuarto y pienso que hay una desajuste entre lo real (la habitación es en efecto la del autor) y lo artificial (toda esa memorabilia con que está decorada) que acentúa el costado fantasmal de la 51 aunque su aspecto sea poco más que inocente. Como la visión de un juguete fuera de contexto, abandonado -¿perdido?- en la calle, me parece que en su ingenua inocencia la 51 esconde algo de lo siniestro de la infancia.

A veces cuando viajamos podemos pecar de ser un poco tautológicos. Si vamos a París leemos un libro que transcurre en París y así. Mi novia termina el libro que estaba leyendo y pide en la biblioteca Los que aman, odian de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo. Quiere leerlo mientras está ahí, en el hotel, me dice. Se sabe que en la década del 40, Bioy y Silvina visitaron el Viejo Hotel Ostende y se inspiraron para escribir el único texto que firmaron juntos. Una novela policial perfecta y además otro caso de relato “de ambiente”. Un homeópata -Humberto Huberman, cualquier parecido con el Humbert Humbert de Nabokov es solo pura coincidencia- va de vacaciones al balneario Bosque del Mar y se instala en un hotel junto a un grupo variopinto de huéspedes. Allí será testigo de una serie de asesinatos. Bosque del Mar bien podría ser un trasunto de Ostende así como el Hotel Central del Viejo Hotel, sin embargo en la novela en un momento se hace referencia a un tal “Hotel Nuevo Ostende” que descoloca o tal vez refuerza los sustitutos de la ficción. Sea como sea la descripción que Silvina y Bioy hacen del Hotel Central se ajusta al detalle a la que podríamos hacer, incluso hoy mismo, mi novia y yo volviendo de la playa frente al Viejo Hotel Ostende: “El edificio, blanco y moderno, enclavado en la arena: como un buque en el mar, o un oasis en el desierto. La falta de árboles estaba compensada por unas manchas verdes caprichosamente distribuidas -dientes de león, que parecían avanzar como un reptil múltiple, y rumorosas estacas de tamariscos-.”




Ya lejos han quedado esos años de esplendor literario. Pero entre los laberínticos pasillos del Viejo Hotel Ostende (¿nuestro pequeño y austero Chateau Marmont?) sobrevive la estela de ese pasado célebre, aunque la mayoría de sus huéspedes hoy sean mayores de edad o familias. Es como si el fantasma que lo habitara no fuera de los escritores que lo visitaron sino el de la literatura misma. Durante nuestra estadía vimos a ese fantasma acechando a una actriz más o menos conocida que nos cruzábamos en los espacios obligados de la vida seriada de hotel: en el comedor durante el desayuno y la cena, en el bar, al borde de la pileta, en la sala de juegos, en el balneario. En todos los casos ella estaba sola, un poco ida, como sonámbula. Siempre con un guión entre sus manos, que procuraba consultar lo mínimo indispensable, preparaba un personaje memorizando sus líneas en voz alta y fijando la mirada en algo o en alguien invisible para todo el resto. Algo ubicado ahí, en algún punto del vacío.
