El Maestro
Relatos de Nessy Cohen sobre Roberto Aizenberg
Boby, o El Maestro, como yo solía llamarlo, siempre te invitaba a tomar el té a su casa. Era mejor llegar puntual, le encantaba la puntualidad. Si acaso llamabas antes para confirmar la hora o si no ibas, quizás, para la próxima cita, quedabas suspendido en plan castigo divino.
“Adelante, te estaba esperando”, decía. Primero teníamos un momento previo en el salón, sentados en los sofás frente a algún libro. Esquivando los zarpazos de su gato, mirábamos libros de dibujos de Giorgio de Chirico, Leger o arte africano. Él amaba los dibujos de Leger y los de Picasso, su admirado Picasso, también podían ser de Max Ernst.
La charla podía discurrir entre la nueva pizzería del barrio o si existiría alguna posibilidad de descubrir el gen de la creatividad. Boby decía que había que iniciar una investigación seria al respecto y, cómo aún a nadie se la había ocurrido (en esa época, sin internet), recurrió con esas cuestiones a su amigo Daniel Goldstein, que era biólogo molecular, para ver cómo se podía avanzar en el tema. Esto era porque, en su experiencia, con el automatismo es notable cómo, cuando se practica, muchos llegamos al mismo lenguaje. Decía que había algo en la genética que producía ese efecto universal y que ese gen creativo estaba, en mayor o menor medida, en cada ser humano.
Luego de esa charla, pasábamos a la cocina, donde había una mesa redonda blanca. Él disponía los individuales (diseñados por él) uno por uno. Eran unos individuales plásticos blancos con un dibujo suyo impreso. El problema era que los individuales eran rectangulares y la mesa redonda, entonces, mientras él te hablaba, iba haciendo coincidir los ángulos hacia el borde perfecto de la mesa para que todos quedaran simétricos entre sí según los comensales.
A continuación, venía el ritual del té, perfecto medido y exacto. Boby medía la barra de dulce de membrillo, el lingote azucarado tipo artesanal, que a veces compraba él y otras te lo encargaba en esa llamada anterior que hacía para confirmar la puntualidad. Con una regla, medía para cortar en partes iguales según la cantidad de comensales que hubiese en la mesa. En el caso de que uno quisiera repetir, se volvía a medir el lingote preciado de dulce. Sobre el mueble de cocina, tenia una colección de cafeteras italianas de aluminio dispuestas de menor a mayor (que podían ser esculturas de Boby), y según la cantidad de invitados y de tazas que quisieran tomar, sumaba y agarraba la cafetera correspondiente. También medía la cantidad de tostadas que se iban a comer. Las preparaba con sus preferidos, los “Farguitos”, partidos al medio. Es decir, si uno solo quería comer números impares, estábamos en problema, y si quería repetir café, tostadas o dulce, también. Si uno quería hacerlo feliz, lo mejor era que todo fuera pactado de antemano y luego no pedir nada más.
La charla seguía en preguntas sobre qué pintaba, qué estaba pintando y cuánto había trabajado en ello, cuánta energía había puesto, el éxito está en acumular la mayor cantidad de energía con el menor esfuerzo. Luego, pasábamos al taller, el quirófano impecable, que tenía unos grandes ventanales que miraban hacia un jardín interno de la manzana y dejaban traspasar una luz perfecta. Antiguamente, esa era el área de la cocina, pero en la reforma puso ahí su estudio con unos ventanales grandes que daban a ese centro de manzana sin ruidos, a pesar de que había una escuela de idiomas.
BOBY MEDÍA LA BARRA DE DULCE DE MEMBRILLO, EL LINGOTE AZUCARADO TIPO ARTESANAL… CON UNA REGLA, MEDÍA PARA CORTAR EN PARTES IGUALES SEGÚN LA CANTIDAD DE COMENSALES QUE HUBIESE EN LA MESA
El estudio tenía una luz cenital que dejaba ubicar el caballete perfectamente a una distancia determinada de la ventana, una imagen de un cuadro de Veermer, con la luz en diagonal que pegaba en el piso y ningún rayo de sol tocaba la obra. Había cuadros y dibujos por todas partes, perfectamente acomodados contra la pared. El suelo era de cemento continuo y liso para que el caballete se desplazara sin problemas. Al lado de la ventana, había pequeñas esculturas de madera pintada; todo era obra de Boby, salvo una muñeca antigua inquietante que sostenía una esfera en la mano. Esa esfera, una forma que aparece mucho en su obra, una forma que lo obsesionaba, como solo puede obsesionar el circulo, y que aparece como remate de sus figuras a modo de cabeza.
Además de torres, en esa época pintaba unas figuras a veces metidas dentro de ciudades que llamaba “Patones“, ya que tenían como pie una especie de pata de mueble torneada, como una balaustrada. Tanto las torres, como sus figuras de esa época, son estructuras similares. Podíamos agarrar una torre, ponerle la bola arriba y la pata abajo, y se convertía en un “Patón”.
“¿Podríamos pensar que la torres que vos pintás son gente, gente sin cabeza, y que, en realidad, esas ciudades vacías que vemos son figuras quietas en el páramo?”, le dije. Y sus ojitos brillaban y se dejaba ver una leve sonrisa. Nada más enriquecedor que cuestionarlo. A Boby le gustaba que lo cuestionásemos, que lo pusiéramos en duda, que le trajéramos algo nuevo, nuevos planteos, que nos encarnizáramos un poco.
Ese humor tan particular de Boby, ácido e irónico. Esa mirada que te sostenía como rayos, la mirada del maestro Bob. Su rostro impecable. Su ropa hecha a medida: camisas con cuellito mao blancas, saquito de lana color gris y unos pantalones de un traje gris oscuro con pequeñas manchas de pintura. Sus zapatos italianos negros con cordones, a medida. Todo su vestuario estaba perfectamente estudiado, impecable y similar. Nunca vi a Boby con una prenda de color; no le gustaba la playa por la arena y el sol.
“¿PODRÍAMOS PENSAR QUE LA TORRES QUE VOS PINTÁS SON GENTE, GENTE SIN CABEZA, Y QUE, EN REALIDAD, ESAS CIUDADES VACÍAS QUE VEMOS SON FIGURAS QUIETAS EN EL PÁRAMO?”, LE DIJE.
Mi vista recorre su mesa: todos los pomos de óleos dispuestos ordenadamente, su potes para el médium, la cerámica de la farmacia de su padre donde colocaba sus pinceles de cabo largo, una pila de papeles de diario cortados de 10 x 10 cm que, en primera instancia, eran para limpiar los pinceles, trapitos blancos de la misma medida (sábanas viejas cortadas) donde acaba esa limpieza. Antes que nada, se ponía un guante de goma y luego uno de algodón, esos guantes de abanderado blancos. Como tenia la piel de las manos escamada por la reacción de los viejos pomos de plomo, el aguarrás y el óleo, le molestaba el contacto directo con el guante de goma y prefería que los pinceles tocasen el algodón. Recién ahí, comenzaba la tarea de limpiar sus pinceles y la paleta, esa paleta de madera impecable (siempre limpiarla al terminar la tarea), el palo de pintor apoyado al costado de ese inmenso caballete, que el mismo diseñó, con poleas y pesas; podría ser una torre más dentro de su obra ese caballete: la máquina de pintar.
El caballete constaba de unos rectángulos de madera de roble macizo apoyados sobre una base. Los rectángulos se deslizaban por unas guías, sostenidos por unas cuerdas y poleas que sostenían una caja con pesas que regulaba el subir y bajar a la perfección (a mayor peso de la obra, más pesas), de esa manera, con un dedo se podía subirlo y bajarlo sin esfuerzo. Alguna vez, Boby envió una carta a David Hockney para que le mandara planos de otro caballete muy similar al suyo pero que tenía la capacidad de girar en círculos. Boby pintaba solo horizontalmente, para hacer las verticales, sacaba el cuadro y lo giraba y seguía pintando horizontalmente.
Parado en su taller, con su cabeza blanca como un témpano cálido, con el cuellito mao de sus camisas impecables, en el ámbito inmaculado de su taller, sostenía su último cuadro a medio pintar, un cuadro en tonos de verde, el color que la marca Rembrandt, su preferida, disponía de más variedad, los tonos de verde.
“¿Ves?” –me decía mostrándome la carta de colores– “Hay más verdes que azules o que rojos. El verde es el color en el que más variedades puede ver el ser humano, es una herencia de cuando éramos primitivos y vivíamos en la naturaleza, un sistema de lectura del entorno salvaje”.
“¿Otra torre, Boby? ¿Más torres?” “Sí, ésta es en verde, otros verdes”, me respondía, y yo le ayudaba a ponerla en la estantería de la pared lateral del taller, un estante angosto que abarcaba de punta a punta y servía para apoyar sus pinturas en la espera del secado.
“EL VERDE ES EL COLOR EN EL QUE MÁS VARIEDADES PUEDE VER EL SER HUMANO, ES UNA HERENCIA DE CUANDO ÉRAMOS PRIMITIVOS Y VIVÍAMOS EN LA NATURALEZA, UN SISTEMA DE LECTURA DEL ENTORNO SALVAJE”.
“Estuve dibujando ayer por la noche”, me decía. Boby dibujaba en oleadas, de repente tenia rachas y hacia mas de 40 u 80 dibujitos y quizás en un mes no hacia más. “¿Me los mostrás?”, le preguntaba yo. “Sí”, me respondía él, y nos sentábamos en una mesa igual a la de pintura, pero de dibujo, él sacaba una pila de papeles de almacenero recortados en formatos pequeños que guardaba en un cajón repleto de dibujos (muchos futuros cuadros) y me los pasaba, como si estuviera mostrándome figuritas en el colegio. Eran uno más hermoso que el otro. La serie se repetía pero cambiaba. Eran movimientos de una misma sinfonía, más torres… “¿Por que más torres? ¿Por qué se parecen tanto?”, le preguntaba. “Es muy curioso, no me aburro nunca, las posibilidades son infinitas. ¿Te das cuenta Nessy?”, me respondía
A veces, la visita se transformaba en echarle una mano como asistente. En la antigua casa taller de la calle Perú, en el barrio de San Telmo, había un patio que dividía la casa entre el taller y el resto de la vivienda, donde Boby me mandaba a “rascar o pelar sus cuadros” con un antiguo bisturí y unas cuchillas de afeitar antiguas. Me daba algunas pinturas a las que había que quitarles casi toda la capa sobrante de óleo. Yo sacaba, literalmente, pieles de cuadros de Aizenberg. Las capas de óleo salían completas. Por ejemplo, una torre se despegaba casi entera de la tela y me quedaba con esa lámina, esa piel bobiesca que iba a parar a la basura. El cuadro luego seria repintado con otra pintura. Los bastidores eran de madera terciada entelados, no de lienzo, él no soportaba el efecto tambor de la tela, que la tela ondulase, que no permitiera unas rectas tan impecables.
Otra de las tareas era sacarle punta los lápices con una Gillette o un cúter. La mina tenia que quedar extralarga, ¡de uno a cuatro centímetros!, así no marcaría líneas en los sombreados. Los lápices era Staedtler Mars Lumograph en sus numeraciones más duras, desde el 8H hasta 6B, y también le sacaba punta a algunos colores de una fabulosa caja Derwent de 72 lápices de las que solo usaría 10 colores, no más, que había sido un regalo de Matilde Herrera, su mujer, en un viaje a Madrid que hicieron juntos, su último viaje a Europa.
La vez que conocí a Matilde fue en un té de esos a los que te invitaba Boby. Ella quería conocernos, habló con nosotros [Nessy y Nicolas Guagnini, que también fue su asistente] y dijo a Boby “¿qué esperás para presentarlos en una galería y que expongan?” Así empezó todo.
Él amaba a Matilde, y su pérdida lo partió, no pudo superarlo. Como quedó solo en su casa, mis amigos y yo nos turnábamos para visitarlo lo más posible y no dejarlo solo en su tristeza. Fue entonces cuando compró el piso de arriba de su casa, que estaba en venta, no quería saber nada con que se mudara alguien allí y le molestaran. Decidimos montar ahí un taller escuela donde el maestro impartiría clases, ya que en su experiencia en Bellas artes y la Cárcova le había tomado el gusto a la enseñanza del automatismo y se había sentido bien como maestro.
El automatismo, en su definición surrealista decía Boby, es la aparición de la imagen interna con total libertad, sin ningún tipo de preconceptos culturales; hay una parte mínima, que es la razón, y una parte enorme, un mundo que se extiende en lo profundo del inconsciente.
LAS CLASES ERAN INCREÍBLES, BOBY PODÍA DECIR A LOS ALUMNOS “PINTAR NO SIRVE PARA NADA”, Y LOS ALUMNOS LO MIRABAN BOQUIABIERTOS.
La idea era tener entrevistas con posibles alumnos. La entrevista tenía que cumplir un horario riguroso y un tiempo acotado de antemano, algo totalmente imposible de arreglar porque eran clases de un taller. Entonces comenzaban las bromas al respecto, le decíamos que le haríamos una escenografía para recibir a los “aspirantes” (yo les llamaba “los pacientes”). La idea era colgarlo a Boby en la entrada del taller, suspendido en el aire como una imagen religiosa que flotaba, detrás un telón negro, y debajo, la escultura de la torre de metal que estaba en la entrada de su casa. Él, desde las alturas, con su cabeza blanca giratoria, aprobaría la entrada tras una serie de preguntas estratégicas. Nos reíamos mucho maquinando esas entrevistas, las que finalmente fueron en un cuarto totalmente vacío que solo tenía dos sillas y donde él hacia una serie de preguntas.
En ese entonces, Boby estaba muy solo, pocos se interesaban por su obra y por él, salvo sus amigos más cercanos. La idea de armar la escuela arriba de su casa era también para que él no se quedara solo. Nunca entendí cómo ese taller no explotó de gente joven que quisiera acercarse al Maestro. Venían señoras, algún amigo o la hija de su médico, no creo que fuesen más de 10 o 15 personas a la vez. Así y todo, las clases eran increíbles, Boby podía decir a los alumnos “pintar no sirve para nada”, y los alumnos lo miraban boquiabiertos. Él te lanzaba sus máximas en frases cortas y no se le inmutaba ni un pelo de su cabeza blanca.
Boby era un exquisito, un gourmet en materiales de arte. Aún hoy, disfruto de óleos que heredé de él, cantidades de cajas de óleos Rembrandt, pinceles y lápices. Los elementos de esa herencia, que me enriquece hoy, son usados y gastados nuevamente todos los días: siguen vivos, que es lo que él quería que les pasara. Algunas cosas no me atreví a usarlas, su paleta, por ejemplo, y otras muy personales, como sus guantes de limpiar pinceles. Están ahí, tal cual las dejó, y hoy decidí que alguien más las conociera.
El que se relacionó alguna vez con Boby de cerca, lo cerca que permite la amistad, esa proximidad que te permitía verle la piel escamada, como de lagarto blanco, atemporal, vio también su sonrisa y su mirada, de las que emanaban un fulgor único cálido y frío a la vez. Hay pintores que despliegan un gasto físico y gestual frente a la tela, Boby era un pintor de caballete, pintaba sentado. Sentado en todo sentido, filosóficamente sentado, su pincel congelaba el óleo sobre la tela y petrificaba en construcciones su pintura sin tiempo .
La Postal
A finales de los convulsivos años 70 en Buenos Aires, la calle Corrientes y sus librerías eran un refugio. Allí, un día me topé con una postal: una foto de Humberto Rivas que retrataba a un pintor argentino que yo no conocía y que se llamaba Roberto Aizenberg. La imagen, inquietante, me fascinó.
Mostraba a un hombre vestido de negro sentado con ambas manos sobre la mesa, y la izquierda apoyada suavemente sobre una esfera de acero oscura (esa forma circular o esférica que aparece en sus obras; los pies de sus personajes, las cabezas circulares perforadas). Los dedos apenas tocaban la esfera, estaban por tocarla o la abandonaban.
En el fondo, había un clima denso, una atmosfera que todo lo envolvía. El pelo negro formaba una cabeza tremenda, sus ojos te miraban fijamente, inquiriéndote; esa mirada me atrapó. Compré esa postal y dibujé compulsivamente durante meses versiones de ese retrato en todo tipo de papeles. Sin saber quién era, compuse todo tipo de fantasías sobre ese personaje, su ropa negra, el trayecto entre esa esfera y su mirada, la cabeza, el cuerpo y los brazos como una sola masa negra; algo místico, religioso, medieval.
Tenía la postal siempre en mi escritorio. Yo quería tener ese look, quería parecerme a él. En esa época, yo estaba atrapado entre de Chirico y Van Eyck, y esa imagen, esa foto contemporánea, lo resumía todo, como un presagio, algo que se revelaba sin saberlo. Un día, le conté a Boby esa anécdota de la postal, y hablamos de las premoniciones. Estábamos en su estudio y, de un cajón, sacó una carpeta con una serie de dibujos antiguos: una naturaleza muerta que dibujó cuando era alumno de Berni (Antonio Berni, su primer maestro) y algunos de sus primeros dibujos del taller de Batlle (Batlle Planas, su maestro definitivo y su mayor influencia y quien le transmitiría el amor por el automatismo). También sacó un dibujo bastante raro, que mostraba una figura partida por el pecho o lo que se podía interpretar como tal, me lo mostró y me dijo con total seriedad y preocupación que ese era el dibujo premonitorio de su primer ataque cardíaco.
Esa premonición funcionaba. Él pensaba que el artista tenía que ser un receptor-transmisor, una suerte de aparato como una antena que podía recibir y transmitir y que, por motivos inexplicables, tenia la aptitud de poder captar y transmitir leyes universales muy complejas a través del arte. Pensaba que el automatismo era un método de indagación no solamente para incentivar lo creativo, sino para indagar en realidades profundas y desconocidas.
Formaba parte de esos artistas espirituales, entre los que lo formal era solo una herramienta de expresión y el surrealismo era una filosofía y no un estilo ni una escuela, sino una forma de vivir . Boby era parte de su obra y estaba profundamente convencido de su compromiso espiritual practicando ese ejercicio a través de la pintura.