Flavia Da Rin
POR CLAUDIO IGLESIAS
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A las ideas, cuando hacen falta, hay que ir a buscarlas al baúl del pasado: pero donde hacen falta es en nuestro preciso lugar y momento. A muchas personas, artistas o no, les gustaría hacer al revés: en lugar de traer al presente las ideas (que a veces vienen quejándose, como chicos de cinco años que no quieren ir a la escuela), preferirían ir y refugiarse con ellas: salir a la calle y decir: “taxi, lléveme a los años 1970, la década de auge del autorretrato fotográfico femenino. Pero agarre por la pintura de los ochenta y sus parodias solemnes de la alta cultura, la música y el cine, ¿sabe?”. “Sí, va a ser mejor por ahí”, respondería el taxista, “que por el posconceptualismo de la generación Pictures”. Los críticos de arte, a falta de un trabajo mejor, podríamos dar un examen como el que se exige para recibir una licencia de taxista en la ciudad de Londres: un complicadísimo interrogatorio oral, en un cuarto cerrado y sin mapa, donde el candidato a iniciarse debe dar varias veces la respuesta exacta: ¿cómo ir de tal lugar a tal otro?
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Flavia Da Rin, y otros miembros del colectivo disperso reconocible como “artistas de los 2000”, estaban en la situación inversa: demasiado mapa y pocos medios de transporte. Forman (¿formábamos?) parte de una generación que tenía todo muy cerca y muy lejos al mismo tiempo. El chorro de información (películas y discos, así como las novedades del arte más reciente) que llegaba a través de un cable subacuático en algún punto cercano a la localidad de Las Toninas era prácticamente todo lo que había a mano para la aventura juvenil del desarrollo personal en los años que rodean la crisis de 2001: no piensen en nada parecido a algún tipo de estructura que permitiera al mismo tiempo la educación sentimental y la supervivencia. Da Rin por aquellos años se sacaba fotos y les pintaba encima.
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En 2004 se autorretrata desdoblada en dos chicas rubias en la cama: como Janice Guy, en ropa interior (un camisón blanco); como Eleanor Antin, convertida en un personaje, o en dos mejor dicho. Una tiene en sus manos pesos y dólares (billetes de cien), que sopesa como si no entendiera bien qué son, mientras la otra la mira enfocándola con un modelo de cámara digital acorde al tiempo y lugar. De aquellas artistas estadounidenses que se sacaban fotos en todo tipo de poses y vestuarios, ya que las fuimos a buscar, quedémonos con una idea: lo que menos les interesaba era la cámara que estaban usando. Da Rin igualmente tenía a su disposición la historia ya existente de la fotografía contemporánea argentina (sus problemas con el espacio urbano, con el registro serial, con el ensayo, con el pictoricismo, con el aparato, etc.) pero también la intuición de que la fotografía como medio no tenía otro destino que su crucifixión como “contenido generado por usuarios”, según una definición de los primeros años de las redes sociales. El nudo gordiano de cualquier dilema mejor se resuelve con la patada del desenfado: Da Rin se desentiende antes que nada de la fotografía como medio, de la cámara como problema y de la disyuntiva de aquel momento, tan acuciante como mitológica, del equipo digital o analógico. En puntitas de pie y silbando bajito se levanta de la cama para sentarse frente a lo que verdaderamente importa en toda esta discusión técnica: la computadora y los elementos de edición. Allí están sus nuevos instrumentos. A Da Rin habría que estudiarla por eso junto con otros artistas de la sed tecnológica como Oligatega Numeric, un grupo formado al calor de postales como el hardware libre, la auto organización y el parate.
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Cada quien siente cosas diferentes frente a un grupo de fotos, cuadros, pósters o dibujos en una pared. Se puede pensar que cada obra es la tapa de un disco de una banda: que detrás de cada imagen hay música, letra y protesta. Una sensación parecida y también recurrente es la de los distintos mundos: si cada marco fuera una ventana, o una pantalla que transmitiera desde algún lugar, cada obra sería la embajada de otra realidad o de otro momento de la historia. Al ver reunida la obra de Da Rin la sensación es de teoría conspirativa: algo tienen en común las imágenes de distintas épocas, como si un personaje en silencio las hubiera recorrido todas para darle un sentido propio a la historia. El personaje de esta herejía es una artista mujer, lo que da un punto de apoyo: entre tanta perorata disponible sobre la apropiación histórica, la cita, la alta cultura, la ópera, el cine, etc., etc., Da Rin encuentra un problema en el archivo: todo bien con las referencias permanentemente remozadas a la historia del arte, dice, pero en esa historia el rol de la mujer artista (burguesa) es quedarse en la casa tejiendo o dibujando. La idea de la artista mujer que permite la historia del arte es la de la artista amateur. ¿Narcisismo? ¡Mala palabra! Linda Nochlin y sus lectoras más atentas en el Reino Unido lo establecieron con claridad: mientras del otro lado del Atlántico Judy Chicago se obstinaba en redescubrir a las “mujeres artistas olvidadas” para enmendar la historia del arte burguesa, en Londres prosperó la idea más incendiaria de destruir el género (el canon) en lugar de negar la realidad histórica de su violencia. (Sarah Lucas tuvo una idea parecida: a los coleccionistas hay que darles un pene gigante si eso es lo que quieren. Así comenzó la serie de sus Maradona, un título más en la historia de la superioridad intelectual y ética del feminismo británico.) Al imaginarse como Artemisia Gentileschi, Da Rin retrata el rol de la artista mujer como el de Judith cortando cabezas: el impulso viene de la escena musical grunge y de las bandas de mujeres que enfrentaron problemas parecidos en sus vínculos con la industria del rock. Para esa violencia gráfica de carpeta estudiantil, sus ídolas podrían ser Courtney Love de Hole, Donita Sparks de L7, Kat Bjelland de Babes in Toyland, Mia Zapata de The Gits, trágicamente asesinada: 7 Year Bitch (“Dead Men Don’t Rape”) le dedicó un álbum, Viva Zapata!, en 1994. Pero, para volver rápidamente al tema, lo cierto es que el arte argentino de la década de 1990 con sus estrategias introvertidas no estaba ofreciéndoles soluciones a artistas como Flavia Da Rin, Sandro Pereira o Adrián Villar Rojas. No porque entre los años 1990 y los 2000 haya habido una crisis, sino por un cambio en la noción de su propia subalternidad que el arte argentino tuvo en los 2000, en términos que Fabio Kacero o Nicolás Guagnini no podrían jamas haber tenido. Si es verdad que el arte de los años 2000 ostentó un narcisismo explícito, emprendedor y en sus mejores momentos también oposicional, Da Rin tuvo la dicha de poner sus propios problemas en esa canasta compartida con sus colegas. La literatura no se escribe con palabras sino con toneladas de aburrimiento; Da Rin (que según dijo a veces está harta de ella misma), convirtió su hartazgo en una piedra filosa.
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IMAGEN DE PORTADA: SIN TITULO, 2005-2007.
01. SIN TITULO, 2019.
02. SIN TITULO, 2014 (WIGMAN ESCUELA 1). DE LA SERIE TERPSICORE ENTREGUERRAS.
03. SIN TITULO, 2014 (CENSI). DE LA SERIE TERPSICORE ENTREGUERRAS.
04. SIN TITULO (CODREANU BRANCUSI III), 2014. DE LA SERIE TERPSICORE ENTREGUERRAS.
05. SIN TITULO, 2016. DE LA SERIE BURDENS OF LIFE.
06. AUTORETRATO, 2016.
07. SIN TITULO, 2009. DE LA SERIE RAPADA.
08. SIN TITULO, 2009. DE LA SERIE RAPADA.
09. SIN TITULO, 2004.
10. SIN TITULO, 2004.
11. SIN TITULO, 2010-2011 (FLOTANTE). DE LA SERIE UNA FIESTA PARA SACUDIRSE EL TERROR DEL MUNDO.
12. SIN TITULO, 2016.
13. SIN TITULO, 2004.
14. SIN TITULO, 2008. DE LA SERIE EL MISTERIO DEL NIÑO MUERTO.
15. SIN TITULO, 2008. DE LA SERIE EL MISTERIO DEL NIÑO MUERTO.