IUSO
POR CLAUDIO IGLESIAS
Cuando terminé de leer Otro panorama de libertad de Guillermo Iuso, editado por Mansalva a fines de 2017, lo primero que sentí es que es un libro que te entiende. Te entiende no importa lo que hagas. No importa quién seas, dónde vivas, o cuánta plata tengas. O lo mucho o poco que te sientas realizado, estúpido, o especial en tu vida. Ni siquiera importa si lo empezás a leer desde el principio, porque en cada oración el libro te refleja algo: algo que se ve una vez, una vez sola, apenas un par de páginas hacia la mitad, pero que define todo.
Y un comentario especial merecería esta categoría hoy en disputa: la de los libros y las ficciones que te entienden. Para que no me malinterpreten, insisto: el libro no narra las circunstancias particulares de una clase, o un nicho, con el que te puedas identificar. Narra circunstancias particulares, sí, pero no para que te identifiques desde ese lado: no para que te cocines en la salsa de tu grupo de pertenencia. La sociedad actual está basada en nichos. Vivimos (cada vez más) en trincheras sociales, sexuales, étnicas, religiosas, culturales, tecnológicas. Y hubo muchos libros, hace no tanto, que vendieron como principal estímulo el berretín de que el lector se vea reflejado, según sus condiciones económicas y culturales, su nivel educativo, su locación, etc. Son libros que apuestan a la identificación con el lector, que se ve descripto en las circunstancias, cada vez más específicas y perfiladas, del protagonista. Pero estos son libros del momento, y los momentos cambian. Un libro auténtico en cambio no te entiende cuando habla de vos o te devuelve un reflejo de los aspectos obvios de tu vida. Te entiende cuanto te mira y no te juzga. Y entonces sentís que alguien te perdona, en silencio. (Debe ser algo parecido a confesarse, pero no puedo afirmarlo porque nunca me confesé.) Lo que sé es que el reconocimiento siempre es silencioso y mutuo. La identificación es explícita; el reconocimiento secreto.
Otro panorama de libertad narra circunstancias formativas cruciales y muy particulares: una escuela de San Isidro, comiezos de la década de 1970, una familia acomodada en lento declive a la inestabilidad económica, un clima político y social que se subsume sin pausa en la floración de la violencia. En esas circunstancias, donde los secuestros a manos de la guerrilla comenzaban a hacerse noticia en las calles aledañas a la bajada del río, un adolescente hipersexualizado se lanza a la vida. Y la vida para él consiste de dos actividades, que principalmente pasan por la piel: el sexo y los golpes. A veces juntos y a veces no. Tiempo después, y por sus hábitos, a este joven un tanto acelerado una novia lo deja: “no te interesa tener una vida próspera”, es la sentencia. El adolescente ya es una figura conocida en el circuito artístico de la ciudad de Buenos Aires. Los espacios de ese circuito todavía bordean la plaza San Martín, punteada por un recorrido de bares, galerías como Ruth Benzacar y espacios como la Fundación Klemm. El artista en situación de despecho circula por allí como una partícula enloquecida. Ese mismo día le rompieron el corazón pero la vida no tarda en presentarle oportunidades. Esa misma noche, tras recibir el llamado final de su novia, sale de jarana.
El relato presenta los detalles de la jornada de forma casi ritual, como si fuera el tránsito de un cordero rumbo al altar. Quizás es la noche más conocida de Guillermo Iuso: una que a la cocaína, el whisky caro y el sexo ocasional en el baño de un bar le sumó una golpiza a manos de una bandita de pibes que lo dejó desfigurado y necesitado de hospitalización, bajó el ombú de la plaza. Lo curioso del caso es que la novela presenta el demoledor ataque como complemento, pero no consecuencia, del despecho amoroso, que así queda muy en segundo plano. Una pasión física tiene así precedencia sobre un enredo enteramente mental. (El protagonista es indolente por igual: de la golpiza prácticamente no se entera; había tomado tanta cocaína que nada le duele.)
De los hechos hay documentación abundante: Iuso salió de la plaza en ambulancia, con la mandíbula fracturada, mientras la policía arrestaba a la patota violenta barranca abajo. No pudo hablar ni comer sólidos durante semanas: literalmente no podía abrir la boca. Pero el protagonista de Otro panorama de libertad, que es Iuso y al mismo tiempo una versión de Iuso convertido en héroe, lo vivió todo con algarabía. En el hospital amagó con seducir al personal médico; en la calle, cuando andaba vendado, los niños lo señalaban y por ello recibían reprimendas de sus padres (“no molestes al señor”). Durante su convalescencia se alimentaba en base a licuados y escuchaba su propio silencio. Así, dice el libro, Iuso comenzó a hacer obra.
Guillermo Iuso nació en 1963. No se sabe si fue un caso de late bloomer o adolescente tardío pero empezó a mostrar su producción más cerca de los cuarenta que de los treinta. Por eso tiene lealtades mezcladas en su ADN: a la inversa de muchos que todavía no peinan canas, su obra es siempre más joven que él mismo. Se lo conoce por sus chorreados autobiográficos en resina, pinturas-objeto cargadas de textos, listas y escatología, como un diario íntimo cuya unidad de análisis fueran los pedos y eructos semánticos de una mente autoindulgente al punto de exhalar perdón y conmiseración de todos sus poros.
Ahí habría que situar el órgano por excelencia de Guillermo Iuso (porque cada artista tiene un cuerpo propio, y un órgano de preferencia). No es un órgano del aparato reproductor, por más que Iuso lo tematice a cada rato. No es tampoco la boca, que le prodiga placer y le permite hablar. No es el hígado, que procesa en silencio toda la macana que Iuso deja correr por la sangre. Es la parte del cuerpo que la golpiza dejó a salvo y a sus anchas: la oreja, que le permite hacer todo lo que hizo, escucharse a sí mismo. Y escucharnos a todos, de paso. Alguien tenía que preguntarse alguna vez si una obra que propende a la vomituración de emblemas, síntomas y traumas personales, una obra obsesionada con la primera persona, en verdad, no nos está poniendo el oído.
Alcanza con leer primer la primera página del primer libro que Iuso publicó en Mansalva, Fallado y usado (2012):
“Y ya pienso en algo más frutal como un melón que no tengo ganas de comer. Me parece que murió una chica que conozco pero me olvido de averiguarlo. Se llama igual que ella… sí, es ella. El problema es que no sé de nadie que la conozca o mejor dicho no pregunto. Con su muerte aprendí el término: “se quedó en la operación”. ¡ah!, ya sé a quién preguntarle. Él estuvo con ella. Mi papá va camino a quedarse dormido y morir sin sufrimiento. Viajé a Londres. Hace 7 días que volví, estuve con gente maravillosa. Me sentí muy, pero muy bien.”
Mucho se ha dicho sobre el espinoso binomio Iuso y la masculinidad. Entre sus referentes, Iuso menciona a Tracey Emin. También a otros referentes del canon euroatlántico como Cassavetes, y otros adláteres geniales como Fabio Kacero, cuya ecuación artística podríamos derivar como Iuso menos el cuerpo: una mente igual de omniabarcativa y caótica pero desprovista de oreja, donde no hay y yo y no hay otro, como quería Paul Valéry (“la literatura no tiene nombres propios”).
Ya recuperado de la golpiza, el protagonista tiene que presentarse en el juzgado de Comodoro Py que entiende en el procesamiento del principal acusado, el jovencito fastidiado que lo molió a golpes tras robarle la billetera. La víctima debía dar su versión de los hechos e identificar al agresor en la sala. Los prolegómenos de la escena, en los pasillos del tribunal, ya son lacrimógenos y de hecho tienen como protagonista a la madre del agresor, una sufrida mujer de clase trabajadora que no deja de llorar en ningún momento. Durante la audiencia, el protagonista cuenta en detalle la forma en que ocurrió el atraco, desde su perspectiva en primera persona, y cómo se convirtió en un espectáculo unilateral de golpes. Sus palabras coinciden, casi punto por punto, con la acusación del fiscal. Sin embargo al momento de identificar al joven delincuente en la sala, lo mira a los ojos y dice que no lo reconoce en nadie que esté presente. Esa mirada va y vuelve con agradecimiento y sorpresa. En ese momento, víctima y victimario se encuentran; se reconocen, dice Iuso.
La escena del reconocimiento da el tema, el único tema, de la novela: la redención en la forma de la apertura de las posibilidades. El adolescente Iuso, víctima de la educación religiosa, vive abjurando de los curas, pero sin embargo sus temas son muy cristianos. Y si también se lamenta de la policía, lo cierto es que lo suyo es buscar una igualdad en el cosmos: una especie de ley combinatoria de la alegría, el placer y el deterioro.
De alguna manera el corpus del artista Iuso pudo avanzar donde el individuo Iuso no había llegado, y por eso es más joven que él. Pero de la misma manera la obra literaria del escritor Iuso es más joven que sus piezas como escultor y pintor. Y el terreno ingenuo que descubren está en los vericuetos de la relación con los otros, entre la ex novia que lo acusa de no querer una vida próspera y el malandra excitado que primero lo molió a golpes y después le marcó respeto con una mirada, al recibir su perdón.
En ese gesto (más que acto) de perdón está la forma en la que Iuso proyecta sus ficciones autopersonales como máquinas de escucha. El charlista más importante del arte argentino del último cuarto de siglo, fiel heredero de Mancilla y Eduardo Wilde, le confiere a la tarea de contar las orlas de una faena sacerdotal. Pero Iuso, contando, nos escucha y reconoce, nos entiende y perdona.
Por eso al leer Otro panorama de libertad es inevitable que se presenten de visita los fantasmas de toda esa literatura rusa que tantos de nosotros leímos en la adolescencia y que yace en la base del canon occidental de la autoexposición en su vertiente sacada, errática y metafísica: tras la Mujer bajo influencia de Cassavetes se insinúan personajes menores de Chéjov, lo mismo que la obra entera de Bukowski podría extraerse de memorias del subsuelo de Dostoievsky; ¿y Tracey Emin, esa heroína de Tolstoy cuyo camino no es otro que el de lanzarse a vivir, lastimarse y confesarlo todo llegado el momento? Estos son los naipes, todas mujeres, del Iuso maduro, el escritor que es de todos porque a todos entiende: al menos a todos aquellos que cargan en el corazón el mismo lastre que él combinó con resina y pigmentos para producir monumentos al fracaso, el jolgorio y la reconciliación universal: “lo infinitamente posible”, como escribió Iuso al referirse a la obra de su colega Kacero, “en la forma de lo infinitamente combinable”.