Crónica de un viaje
a Misiones
TEXTO Y FOTOS DE CAROLINA URRESTI
Qué tienes mi tierra roja, que a todas partes te llevo.
Que por más que ande caminos, me sigues con tus misterios.
Qué tienes mi tierra roja, con tus noches embrujadas,
tus mujeres, tus gurises, cerro azul y candelaria,
Y el grito de los hacheros brotando por las picadas.
Qué tienes mi tierra roja, que me vas doliendo el alma…
EXTRACTO DE POSADEÑA LINDA DE RAMÓN AYALA.
CANCIÓN OFICIAL DE LA CIUDAD DE POSADAS.
La voz de Arismar do Espírito Santo, densa y tupida como la selva, con su mezcla de español y portugués, con la “erre” cantora del guaraní, recita estas palabras de Posadeña linda, de Ramón Ayala. Es la introducción de Lapacho cantada por Liliana Herrero, que resuena en mi cabeza al andar por las rutas del Paraná.
Con algunos lugares no se puede explicar por qué despliegan esa cautivante atracción, ese recuerdo a un no se sabe ni cuándo, ni dónde, ese imán que hace que uno se “halle”, como se dice en el Paraguay.
Misiones es mucho más que las inmensas y poderosas aguas de las Cataratas del Iguazú, es mucho más que los tradicionales yerbatales y que el crisol de la inmigración europea. Es la tierra colorada inexplicable, abrumadora, cautivante, que sofoca. Es olor a otro aire, más denso, siempre cargado de agua y tormentas. Es la vegetación indescriptible, monumental muchas veces, que nos enfrenta con nuestro ser tan minúsculo. Es el cielo azul, siempre azul, recortado por infinitos verdes, de infinitas especies de palmeras y árboles. Es el sonido de las aves, ocultas y observadoras, irreconocibles entre tantas ramas y hojas.
Llegar a Posadas y caminarla durante la hora de la siesta es estar en un desierto fronterizo, y deja a uno abandonado a la suerte de algún colectivo que aparezca. Recorrer el interior cercano un domingo al mediodía es entregarse a que el lugar te abrace o te expulse. No hay término medio. Transitar la tierra colorada es “hallarse o no hallarse”. Y en ese transitar, uno une puntos geográficos a través de puntos espaciales distantes entre sí.
Llegar a las Ruinas de San Ignacio Miní es trasladarnos a lo que fue una misión jesuítica fundada a comienzos del siglo XVII para evangelizar a los nativos guaraníes. Somos pocos los bienaventurados que peregrinamos un domingo por esas ruinas. No es el día del turista, por eso los puestos están cerrados, y uno se encuentra solo en la inmensidad de lo que fue una “ciudad” moderna, activa, culta y religiosa.
Jugar con la imaginación para completar lo destruido, escuchar el bullicio de los coros en guaraní, sentir el aserrín de la madera tallada, intentar dibujar los hogares y los espacios comunes habitados. Sólo el verde de la frondosa vegetación y el rojo del asperón son testigos de lo vivido. A mí solo me quedan interrogantes, preguntas sin sentido:
¿Qué fue colonizar si hoy se sigue haciendo?
¿Quiénes deben servir y ser serviles?
¿Cuál es la cultura alta y la cultura baja?
¿Adoctrinar y esclavizar?
El arte como herramienta de coacción.
Nada nuevo bajo el sol de hoy.
La poesía de Ramón Ayala vuelve a instalarse en mi mente: “San Ignacio, encendido de misterio y soledades volveré. Canoero rema y rema en un cuento de dolor.”
Caminar unos cuatro kilómetros desde las ruinas por entre senderos es atravesar el tiempo y llegar al 1900. A orillas del río Paraná, está el lugar que eligió Horacio Quiroga para vivir. Allí se escuchan otros sonidos, sonidos que llegan desde la selva envueltos en voces y sueños. Su hogar-taller refleja la complejidad de un hombre que supo hacerse de lo necesario para vivir en la selva.
Carpintero, bicicletero, juez de paz, maestro, poeta, cuentista. Fue un privilegiado al elegir y dejarse elegir por el paisaje paranaense, en el que las palmeras y el timbó, las urracas y los lapachos, el yaguareté y los loros fueron su fuente de inspiración.
Cuatro kilómetros que separan dos espacios históricos diferentes, pero que unen el “hallarse” de los hombres de la tierra colorada. Y ahí está la pregunta inicial: ¿Qué tienes mi tierra roja? Cada uno podrá responderla a su modo, a su tiempo, con palabras o en silencio. Solo es cuestión de llegar y esperar sentir el abrazo de la “tierra sin mal”.