Arte Sonoro
Encuentro con Nicolás Melmann
TEXTO DE SANTIAGO DELUCCHI. FOTOGRAFÍAS DE ANTONELLA TIGNANELLI.
Caminatas, de las largas, con música en los oídos y la ciudad como escenario. Nicolás Melmann siempre tuvo esa sana costumbre. Y así, gracias a esos paseos con auriculares, fue figurando su propia búsqueda. Ese fue el estímulo fundacional –recuerda hoy, en su hogar en Barcelona–; el punto creativo desde donde partir. Incluso señala un álbum, el que más sacaba, una y otra vez: Death of the Sun, de Cul de Sac. Dice que, con ese disco, se hacía una suerte de película en su cabeza. Un itinerario que entreveraba los sonidos del adentro con los del afuera: la integración de mundos completamente diferentes, que no tenían nexo entre sí y que ahí, sin embargo, en ese lapso introspectivo, casi espiritual, se volvían coherentes.
Desde su origen, la música de Melmann siempre fue visual.
Las imágenes están, tácitamente, pero están. Por eso no es raro que, a la hora de nombrar influencias, se filtren cineastas como Peter Greenaway o Derek Jarman. Y por eso, tal vez, él se siente cada vez más alejado de las convenciones. El formato de músico tradicional nunca le quedó bien, ni siquiera de chico, cuando estudiaba guitarra clásica. Nicolás cuenta que pasó por conservatorios y tocó en algunas bandas, pero nunca se terminó de sentir cómodo, al punto que llegó a dejar la música de lado para estudiar Sociología. Todo cambió cuando descubrió los usos y provechos del software. Entonces, se largó a componer con la computadora y volvió a estudiar música, con otras inquietudes y otro enfoque. Así, comenzó a hilvanar su propio camino, sin periferias, entregado a su propia buenaventura. Se animó a enfrentar al público y montó en vivo sus paisajes sonoros, por todos lados, de eventos trasnochados a muestras de arte. Llegó a abrir para Alva Noto y Ryuichi Sakamoto en un concierto en el MET de Nueva York. Y también llegó a tocar para niños de cinco años. Pero el cambio de perspectiva, sin dudas, fue cuando descubrió su mejor escenario: los museos. Ahí entendió que su arte no necesitaba acotarse a las demarcaciones de lo estrictamente musical.
¿Cuáles creés que fueron los quiebres o puntapiés de tu trayectoria?
Puedo identificar varios momentos. Uno, sin dudas, fue cuando empecé a experimentar con software: hasta ese momento no sabía que podía componer música. Y otro fue cuando me vi obligado a tocar en vivo. Durante muchos años, tuve problemas de sociabilidad, era muy introvertido. Me producía pánico cualquier situación de escenario, no podía lidiar con eso. Hasta que un día envié un demo a un concurso organizado por la revista Los Inrockuptibles y la Alianza Francesa, y quedé como semifinalista. Entonces, de una semana para la otra, tuve que presentarme. Nunca lo había hecho antes, pero no me quedaba otra que asumir esa responsabilidad. Se dio como una terapia de choque: no fue un proceso natural, sino algo forzado, lo cual fue ideal en mi caso porque sin ese apremio, probablemente, jamás hubiera tocado en vivo. Después, como yo siempre relacioné música con imagen, creo que fue clave cuando comencé a trabajar con VJs y artistas visuales. Esas colaboraciones extendieron lo que hago. Puntalmente, hubo una performance, un show increíble, con una persona muy talentosa que lamentablemente falleció: Martín Inda. Nos presentamos en el festival Panorámica, él ya estaba muy enfermo entonces, así que fue un proceso doloroso e intenso, aunque liberador al mismo tiempo. El resultado fue espectacular: creamos un tercer espacio, audiovisual, un complemento diferente y perfecto. También me sirvió mucho tocar en museos: ahí pude ver mi trabajo en perspectiva, entenderlo desde otro lado. Comprendí que lo que hago no transita por los canales convencionales de la música. Antes, cuando comenzaba, básicamente tocaba en todo lugar al que me invitaran. Y eso estuvo bien al principio, pero luego empecé a darme la cabeza contra la pared: eran lugares donde la gente hablaba o el ruido ambiente era más alto que lo que tocaba. Luego, entendí que necesitaba un lugar donde el que escucha pueda entregarse a la experiencia sonora.
No es fácil dar con categorías exactas para lo que hacés, ya que trabajás tanto con lo electrónico como con lo acústico. ¿Cómo preferís que definan tu música?
Sinceramente, a mí también me cuesta definirla. No es suficientemente estática y minimalista para ser “ambient”. No es lo que, por convención, se llama “música electroacústica” aunque sí lo es desde lo técnico. Después, “música experimental” me parece un término tan amplio que no termina de definir nada. Y si bien lo que hago no tiene mucha forma ni ritmo, con una base de experimentación fuerte, sí tiene componentes melódicos, armónicos y, sobre todo, emotivos. Creo que estoy parado en medio de muchas cosas. Me siento cercano a la música de Henry Cowell, un compositor y pianista de principios del siglo XX, que empezó experimentando con el piano y técnicas extendidas como el clúster. Podría decir que son bloques sonoros de ruido con melodías encima. Siento que mi búsqueda va un poco por ese lado. También me gusta la idea de collage sonoro. O de relato sonoro: contar una historia a partir de sonidos con o sin un sentido definido. Me interesa la obra como peregrinaje sonoro, de transitar diferentes lugares, sensaciones, pensamientos y emociones. Ahora, sin ir más lejos, estoy trabajando con Maotik, un artista visual francés, en una performance que llamamos “Moments”. Y básicamente son experiencias sensoriales donde lo musical, lo sonoro y lo visual tienen la misma jerarquía.
¿Cuáles son los puntos de partida de tus composiciones?
Son puntos desde los que puedo hacer un desarrollo tímbrico, textural, melódico. Un punto puede ser el timbre de un sintetizador. O el sonido evocativo de una grabación de campo. O un texto que me imagino musicalizar. Estoy todo el tiempo recolectando ideas de diferentes lugares, en especial del mundo del cine, pero también de la pintura, de diálogos de series, de textos. Intento absorber toda la información que pueda, paso muchas horas en museos, busco estímulos en todas partes. Anoto cosas y grabo ideas con el celular, constantemente. Otra parte de mi trabajo consiste en componer para medios audiovisuales, y ese proceso es completamente diferente, muy interesante también. Es un gran desafío porque me obliga a salir de mi zona de confort y a componer música que jamás haría de otra manera.
Además de los sonidos de instrumentos, electrónicos o acústicos, están las grabaciones de campo…
Sí, es algo que hago constantemente, sobre todo en viajes. Hay grabaciones de todos lados, de la selva amazónica en Perú a un mercado de pulgas en San Petersburgo, del delta del Tigre a comercios en Beijing. También utilizo textos en diferentes idiomas. Manejo la palabra hablada, no sólo desde el significado, sino también desde la musicalidad de la lengua… En una canción, por ejemplo, uso el manual de instrucciones de una motosierra, leído en finlandés, con una intención poética, para jugar con la ambigüedad de una lengua inentendible, con un texto artísticamente nulo, de intenciones técnicas, pero que suena muy poético. Otros sonidos que me interesan son los de las emociones: risas, euforia, llanto.
PEREGRINAJE SONORO
Transitar diferentes lugares, sensaciones,
pensamientos y emociones.
Y una vez que encontraste esa semilla, ese disparador, ¿qué sigue?
No hay un plan estipulado. Puedo pasar horas eligiendo un sonido y o un timbre de sintetizadores. Y una vez que lo encuentro, eso mismo marca el rumbo y la evolución de la pieza. Todo sucede de manera muy intuitiva y lúdica. La música va cambiando todo el tiempo porque no me pongo limitaciones ni condicionamientos. Es un recorrido completamente exploratorio.
¿Y cómo se agrupa esa música en un álbum? Porque tenés discos de secciones largas, como Soliloquios (2014), y otros que parecen proponer lo contrario, como Bagatelas (2018), con piezas muy breves. ¿Hay un concepto a priori? ¿O la idea aparece cuando todo está terminado?
Creo que es más dialéctico, un ida y vuelta. No compongo estrictamente bajo un concepto, pero entiendo que un álbum representa los diferentes momentos en los que trabajo de determinada manera. Ahora, si bien no me condiciono a nada, estoy trabajando en un disco más abstracto, de texturas y evoluciones tímbricas. Los discos que más me interesan, los que quedan, son siempre obras orgánicas donde cada canción es inseparable de la otra. Pienso en el primero de Suicide, en Nebraska de Bruce Springsteen, en Pet Sounds de Beach Boys, en Chelsea Girls de Nico, en Feels de Animal Collective… Creo que esta idea, la del álbum como obra, es el arte más difícil de lograr.
MUSICALIDAD DE LA LENGUA
El manual de instrucciones de una motosierra,
leído en finlandés, con intención poética.
Hace poco te instalaste en Barcelona. ¿Qué te hizo tomar esa decisión?
Vine para hacer una maestría en arte sonoro, en la Universidad de Barcelona. Esa fue un poco la excusa porque hacía mucho tiempo que tenía ganas de vivir en Europa. Creo que soy nostálgico por naturaleza, y acá el pasado toma otras dimensiones: vivís rodeado de historia, la historia que encumbró el modelo de la razón occidental con la que somos criados, al menos en esta parte del mundo, con todo lo bueno y lo malo que eso implica. Acá, esto no es algo menor, sino algo que se siente y se puede palpar. Por ejemplo: recién llego de dar con concierto en Nantes, y allá las calles se llaman Voltaire, Montesquieu…
¿Y qué ventajas y desventajas tiene Europa para un músico como vos?
Me parece que lo musical es más fácil, ya desde el hecho de salir de gira. Todo está muy conectado, obviamente, en un espacio geográfico no muy grande, con una cantidad de países culturalmente diferentes. Hay muchas escenas. También creo que hay un público más variado y receptivo. Esa es otra ventaja porque lo que yo hago es poco convencional. Aún no encontré desventajas, pero alguna habrá.
¿Cuál es el instrumento más raro o inusitado que hayas usado?
En este momento estoy usando un arpa de cristal, que tiene unas frecuencias y una resonancia increíbles. También uso algunos instrumentos chinos: un bawu, que es una flauta que suena parecida a un clarinete, y un guzheng, que es como un arpa china y resulta bastante difícil de transportar. Y hay más: un arpa celta, una lira, cuencos y elementos de percusión tonal. Hace poco, además, empecé a probar con un gong: tiene muchas sonoridades y puede generar unas texturas y armónicos realmente
¿Y qué otro instrumento te interesa y te quedó sin probar?
Me encantaría probar con una zanfona, que es un instrumento rarísimo; un híbrido entre un violín y un acordeón, con un sonido muy particular. Creo que es parte de mi búsqueda: como todo surge y se centra en el sonido, entonces cualquier elemento es válido. Y es una búsqueda infinita. Por eso, más allá de lo instrumental, me encantan las músicas que exploran la voz y el cuerpo, como Joan La Barbara, Meredith Monk, Demetrio Stratos… O la recopilación Negro Prison Blues and Songs de Alan Lomax: armonías vocales y el ruido de una taza de metal contra los barrotes de la celda, muy potente.
Y en esa búsqueda infinita, ¿qué es lo que no puede faltar?
Supongo que la computadora. Al fin y al cabo, termina siendo el centro de todo: un hub que aglutina, procesa y emite los sonidos. Es un instrumento increíble, que brinda infinitas posibilidades y permite dar rienda suelta a la imaginación. No hay límites. Los instrumentos virtuales evolucionan cada día, mejoran su calidad y su variedad de sonidos, y muchas veces son gratis, o más económicos que comprar instrumentos reales. No sólo te permiten tocar, componer y grabar, sino también experimentar con el sonido, como si fuera un material plástico: cortar, estirar, retrogradar. El problema pasa porque también es un instrumento que distrae, con el que tenemos un uso cotidiano, no exclusivamente musical. Es muy fácil dispersarse y caer en las garras del dispositivo. Por eso es necesario correrse un poco de la pantalla, buscar un balance o un complemento en lo acústico.